Por Matías de Rose
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
No es novedad afirmar que el autor de El Aleph empleaba preceptos filosóficos con argumentos literarios y ficticios, para entonces intervenir en la realidad con un rigor que lo ubica en un rol premonitorio.
En efecto, este artículo se empeñará en discutir las formas en que los medios de comunicación representan lo real y la relación entre el individuo y el conocimiento, sobre la base de algunos de sus relatos más perdurables que invitan a pensar dilemas filosóficos de una vigencia llamativa.
Espejos y laberintos
Cinco décadas antes de que estallara la revolución del mundo virtual y lejos del auge de las tecnologías emergentes, Borges imaginaba en El jardín de los senderos que se bifurcan un mundo totalmente compatible con la explosión masiva de internet, el hipertexto, el link y la “hipermedia”. Nos presenta un universo que bien podría ser una prefiguración de la arquitectura de la red; un mundo ficticio donde, no obstante, subyacen distintas problemáticas vinculadas al conocimiento y el lenguaje como espejo y vehículo de “lo real”.
En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (Ficciones, 1944), el hilo conductor de la lectura está ubicado en la primera oración: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”. El espejo multiplica al mundo y lo deforma, sostenía Borges. Y esa distinción sujeto/objeto plantea serios interrogantes para cualquier corriente filosófica, ya sea racionalista o empirista.
Como en la infinita Biblioteca de Babel, la idea de una enciclopedia total que relacionamos inexorablemente con una gran Wikipedia, nos hace también pensar en términos platónicos sobre la hiperconectividad y los medios de comunicación convergentes en su afán de reproducir la realidad. Y aquí volvemos al dilema sobre el lenguaje, la objetividad, la verdad y la transmisión de realidades: el espejo multiplica al mundo y lo deforma.
La clásica idea platónica de lo doble y los dos mundos (uno real y otro de ficción), afirma que el mundo sensible es una copia del mundo ideal. Así, la premisa berkeleyana “ser es ser percibido” que el escritor pretendía rescatar, deviene en “ser es ser publicado”: la verdad es lo que el medio muestra. Pero no se detiene sólo en este aspecto y, sobre el final del cuento, muestra un fenómeno desconcertante: objetos del irreal Tlön se materializan en el mundo real, hasta tal punto que estos elementos parecen indistinguibles entre sí.
Borges, el posthumanista
Diversos estudios de la literatura coinciden en afirmar que este gran pensador argentino fue una suerte de “anticipador” de internet, como lo definen Perla Sassón Henry en su libro Borges 2.0 y Dante Augusto Palma en su ensayo Borges.com. En su análisis, Sassón Henry sostiene que los cuentos de Borges (incluyendo a Rayuela, de Julio Cortázar) utilizan como recurso la posibilidad de construir múltiples historias, anticipándose a lo que hoy conocemos como el hipertexto y los links (desafiando a la linealidad y secuencialidad del relato) y la “hipermedia” (un complemento que integra recursos de audio y video al texto escrito). En su conjunto, configuran un género que la autora define como hiperficción y que ubicaría a la obra del argentino en el campo del posthumanismo.
Estos laberintos borgeanos, que el filólogo italiano Umberto Eco describió como aquellos que no tienen centro ni costados ni adelante ni atrás, parecen una de las características fundamentales de internet: la descentralización. La red está en todos lados y en ninguno. La información circula, no sabemos desde dónde ni hacia dónde.
Desde luego, Borges intuía la necesidad de colocar al lector como participante activo de la obra y advierte las abominables consecuencias de introducirse en esos laberintos rizomáticos. Encierra en la paradoja de Irineo Funes (el memorioso), que por recordar absolutamente todo no podía pensar, la mejor metáfora distópica sobre cómo el exceso de información desjerarquizada (¿fake news?) y la compulsión por el detalle banal y frívolo impiden la capacidad de abstracción y conocimiento.
© LA GACETA
Matías de Rose - Periodista cultural.